El páramo, maestro de maestros – Crónica de una emparamada

Autora: Valeria Villalobos

Antes de adentrarme en esta historia, me parece importante mencionar que mi relación con la montaña siempre ha sido poderosa; entendiendo la montaña como una maestra de vida, que en cada paso me permite comprender las cosas más valiosas de la mera existencia. Somos parte de la misma naturaleza, por lo tanto, adentrarme con humildad y apertura a la montaña será siempre, para mí, un requisito. Con la misma actitud y determinación me fui al Páramo del Sol, expectante de lo que fuera a suceder, no desde las expectativas que predisponen, sino con las ansias de recibir lo que este lugar me pudiera mostrar, sin embargo, aunque sabía que sería una experiencia retadora, reconozco que subestimé la potencia de este ecosistema, y para ser sincera, no fue la experiencia más “disfrutable” de mi vida, pero sí una de las más significativas.

Resumir tres días de travesía puede ser difícil, así que iré hablando de la montaña a partir de los aprendizajes que me dejó:

La maleta que llevamos a cuestas está llena de lo que consideramos importante para nuestro viaje. A veces, esta maleta se siente pesada, y puedes optar por dejar cosas atrás o decidir llevar todo contigo. Al iniciar el viaje debí tomar esa decisión y hubo algo dentro de mí que me hizo sentir que debía llevar la maleta conmigo todo el camino. Lo reconocí como mis responsabilidades, aquellas que a veces son difíciles de cargar, que ralentizan el paso, pero finalmente son algo que nos toca asumir. También reconocí que hay momentos donde, a pesar de ser nuestra responsabilidad, es posible recibir ayuda de quien ofrece ser sostén y relevo en ciertos momentos. Durante un buen tramo Mariana se ofreció a cargar mi pesada maleta. Por ratos me sentía culpable, no quería que ella se viera afectada por una decisión que yo había tomado, pero si algo he aprendido es que, si para mí no es sacrificio ayudar a otros, dejarme ayudar no tiene por que significar sacrificio para el otro si sus ofrecimientos provienen desde el amor e intenciones genuinas. Las responsabilidades deben ser asumidas, pero pueden también ser compartidas y asistidas. De igual modo, de bajada preferí desprenderme de esas cargas y andar más ligera, me pareció que ya había entendido la lección y ya no necesitaba (ni estaba dispuesta) a revivirla.

Pude percatarme de que ser guía es ser compañía. Dado el peso que traía, el ritmo que llevaba era lento, iba de última, pero iba tranquila. Mariana fue conmigo todo el camino, compartíamos el silencio, las pausas, los paisajes, la respiración. Como psicoterapeuta, encuentro mi profesión como un rol de compañía, donde el ritmo del proceso lo marca cada individuo que acompaño, por lo que no siento que deba empujar ni presionar a nadie, sino disfrutar del trayecto en mutua compañía. Veía y sentía a Mariana como mi reflejo y comprendí aún más mi rol como compañera: paciente y amorosa, que va resguardando el paso del otro, respetando el proceso, pero atenta a cualquier necesidad que pudiera resultar.

Esto último me lleva a hablar del ritmo y las pausas. En otro momento de mi vida me hubiera presionado por acelerar el paso, ir al frente y llegar con buen tiempo, esta vez me entregué al ritmo que mi cuerpo me pedía, atenta a las sensaciones corporales y mi necesidad. He asumido un ritmo de vida más lento, sin afán, sin necesidad de competir con nadie, ni siquiera conmigo misma, simplemente conectar: conmigo, con el entorno, con mi sensación y mi necesidad. Cada quien tiene su propio ritmo, sus propias formas y necesidades. Compararnos y juzgarnos por lo que vemos del otro no nos permitirá reconocer nuestra propia experiencia ni mucho menos valorarla. Ir despacio me permitió ir más atenta, enfocarme en cada paso, en los cambios progresivos del ecosistema, el suelo, la vegetación, el clima, etc. Ir a paso lento también me permitía hacer pausas, para respirar, para sentir y sobre todo para contemplar. Comprendí las pausas como el momento para recuperarme, pero también para darme cuenta de lo que hay a mi alrededor, para valorar el camino recorrido, para observar lo bello del paisaje y agradecer la dicha de estar en ese momento, en ese lugar y poder apreciar lo que la vida y la naturaleza me quería mostrar. Ahí, podía respirar un aire puro, impecable y ligero, podía escuchar las aves cantar, podía ver cómo las nubes se movían a gran velocidad por el viento fuerte del páramo, podía apreciar el silencio, el todo y la nada. Me daba cuenta de que estaba viva, plena, dichosa.

También llegaba la ansiedad, bendita ansiedad… Era inevitable, ante el cansancio, que llegaran los pensamientos del tipo: ¿cuánto faltará? ¿por qué estoy aquí si es tan duro? ¿será que el resto del grupo ya llegó? ¿quién me mandó a mi a venir acá a sufrir tanto? ¡quiero llegar ya!. Es normal, el lamento, la queja, el reproche, el desespero. Es difícil lidiar con estos pensamientos cuando el agotamiento ataca, sin embargo, aunque esto apareciera con cierta frecuencia, lograba encontrar la calma cuando me enfocaba en el momento presente, aquí y ahora. Me tocaba hablarme a mí misma y traerme de nuevo al momento y lugar donde estaba, respirar profundo, conscientemente y recordarme que lo único que importaba era el paso que estaba por dar, que llegaría cuando me tocara llegar, y que gracias a ese momento y ese lugar en el que estaba, era posible percibir la belleza de lo que estaba frente a mis ojos. Darme cuenta de lo que sí tenía frente a mí, lo que sí podía hacer, lo que tenía en mi poder y ante mis sentidos, me traía de nuevo a ese momento y podía encontrar la plenitud que la angustia por agotamiento me quería arrebatar. Volvía a la pausa, a la contemplación y la gratitud, y eso me impulsaba a seguir mi andar.

En cierto punto mi cuerpo comenzó a doler, específicamente la cadera y la rodilla. Cojeaba con ambas piernas, no sabía cual me dolía más. Lidiar con el dolor era complejo, porque aunque quería y necesitaba, no podía parar. Debía llegar a mi destino. Eso me llevo a pensar mucho en la vulnerabilidad del cuerpo, de la carne, reconocer mis límites y saber cuándo decir que no por responsabilidad conmigo misma. Me hizo cuestionarme mucho sobre mis hábitos, sobre la poca preparación que destiné para esta experiencia y me hizo sentir culpable conmigo misma por someterme a ese malestar. De igual manera, mi cuerpo me demostró que, a pesar del dolor, es increíblemente fuerte y capaz, que mi actitud atenta y compasiva, el amor y el cuidado que sí le doy a diario fueron los que me permitieron cumplir el objetivo finalmente y sentir la dicha de estar en ese lugar, en la cima del cielo, apreciando un atardecer por encima de las nubes. Toda experiencia mágica tiene un precio, nada es gratis, todo requiere un esfuerzo en la medida de su valor.

Confieso que fue una experiencia muy retadora, hubo mucho dolor, angustia, desespero. El agotamiento físico, mental y emocional nos confrontó a todos, sin embargo, luego de que pasó lo traumático del momento, recuerdo el viaje y duele menos, dejando más viva la memoria de las maravillas y aprendizajes que hicieron parte de todo el trayecto. La compañía, escucha, aliento, apoyo y amor de los compañeros de viaje, los colores, aromas y texturas de la naturaleza, los tonos de verde que iban mutando con cada paso, las flores, los hongos, los insectos, la fauna, el agua, la luz, el cielo, la tierra. Las vacas con sus terneros bebiendo leche de sus ubres y su mujir al pasar como saludo de buenos días y buenas tardes. Los colibríes de infinitos colores y tamaños que osadamente se acercaban a nosotros en busca de algo dulce que beber. Los magníficos frailejones que demuestran el pasar lento pero constante del tiempo. Las imponentes montañas verdes, cafés y de piedra que se iban divisando e íbamos transitando en cada paso. Los momentos de descanso que servían para contemplar en silencio, o compartir algún comentario de aliento o apreciación con algún compañero de camino. El placer de saborear un pansito con mantequilla de maní y mermelada que recuperaba la energía gastada. El rugir del viento que a pesar de su fuerza acariciaba nuestra piel con roces fríos y cosquilludos. Los besos que nos daba cada tanto el sol cuando se asomaba entre las nubes y nos permitía sentir un poquito de calor. El cielo más estrellado que hemos visto en la vida, con la sorpresita de la vía láctea en todo su esplendor. Paisajes que parecían de cuento de hadas. Ranas que croaban cada vez que quedaba sola y sentía como un saludo de compañía. Un atardecer en las alturas que nos hizo sentir en la cima del cielo. Una experiencia de caminata nocturna que, aunque aterradora, nos hizo sentir en una película de hollywood. Reconocer nuestra vulnerabilidad, pero al mismo tiempo nuestro poder.

Si bien fue sufrido, también fue maravilloso y disfrutado. Darle sentido a ese sufrimiento hace que la experiencia fuera mucho más valiosa. Lo vivido y aprendido no nos lo quita nadie, queda marcado en nuestra existencia, fijado en la eternidad. Recordarme en toda esta travesía sigue cargando mi vida de experiencias dignas de contar, me dan la certeza de que he vivido y sigo viviendo a plenitud.

Autora: Valeria Villalobos

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