Autora: Carolina Vásquez Rendón
Abiertos en su territorialidad, bilingües por necesidad, Emberas por arraigo, los indígenas del Resguardo de Cristianía -ubicado en el suroeste Antioqueño- nos recibieron en su convite de espíritus.
Para comenzar esta danza mental que suscita el ser invitado al ritual de transición del Médico Tradicional en la tradición Embera Chamí – el venecua– Gladys, mi anfitriona en Karmatarua (Tierra de la Pringamosa) me recomendó llevar los labios rojos para agradar a los espíritus. Me pinté la sonrisa que me salía orgánica mientras ella me enseñaba el delineado de su frente: son los cuatro pueblos, me dijo.
Ambas nos dirigimos a la casa de la Médica. Ella ataviada con la sencillez de sus pantalones tai y una ruana. Los atuendos tradicionales suelen ser cada vez menos usados. En el sendero que conducía a la casa se derramaba un aroma dulce.
Era una sala amplia, con un techo alto, del que colgaban canastos decorativos en palma de cera; allí se disponían familiares e invitados en torno a un túmulo de hojas de bijao, dispuesto al lado de una olla con ramas aromáticas en infusión y una ofrenda que constaba de cerveza y aguardiente, cigarrillos y chicha de maíz; todo esto a los pies de la Jaibaná o médica tradicional, quien sentada en una butaca sacudía las hojas con sus manos juntas, ojos cerrados, susurros de rezos.
La anciana llevaba las hojas del túmulo a su rostro, de su rostro a la pira de hojarasca, con movimientos regulares y un canto susurrado en Chamí. Coronando sus cabellos blancos, una tiara tejida en colores, en el pecho sus collares en miyuki, una blusa magenta, una falda larga y un bastón de mando entre las piernas.
En simultánea, sus familiares cercanos – ataviadas con faldas bordadas, sobre sus jeans, palma de cera atada en la frente, y trazos con lápiz negro en los rostros – iban y venían repartiendo chicha y realizando las labores necesarias con agilidad y diligencia. Los presentes estaban sentados en sillas, otros de pie; absortos o conversando entre ellos, bajito como para no espantar a los espíritus, pero la atmósfera era festiva. Después de una hora de charlas susurradas y rezos, las nietas compartieron con la comunidad e invitados kapunias (no indígenas), una primera ronda de aguardiente antioqueño, de la garrafa de la ofrenda.
Lentamente la anciana médica detuvo el susurro de hojas, paralizó los labios secos y abrió sus ojos con paciencia. Uno de los más cercanos se dirigió a ella y el timbre de la voz era de una fonética nasal, dulce, de cordillera. Los ojos de la mujer estaban completamente abiertos aunque sin divagar en la sala; hacía reír a quienes se dirigían a ella y entonces la estancia era habitada de risas.
Gladys aprovechó aquel momento para guiarnos – a los tres kapuníes, es decir los no indígenas- hacia ella, para encomendarnos y dejarnos tomar su mano cálida, para olvidarnos de las palabras y de los gestos sobreactuados y acudir al tacto de la Mayora como se acude al de la abuela.
Después de dedicarnos una sonrisa serena y sincera, desde su butaca de matrona, parece una invitada más a la fiesta aconsejando o comentando «No vaya a pelear, si siente que debe hacerlo, siga su camino» – esto lo dice en español fluido – o » Que no sobre comida, que todo se reparta». Ella misma sirve el siguiente aguardiente para convidar.
Tan gradual como espontáneamente cayó de nuevo en su espiritual convite, subió el volumen del canto, entró en su rumor de hoja y me pareció escuchar los nombres de sus muertos y ancestros siendo convocados para sanarle, y compartir con ella este rito; ni siquiera comparable con la primera comunión, en la tradición occidental católica.
En comunión está la anciana cuando repite los cantos dedicados a sí misma, y a la compañía de su alma. Únicos, irrepetibles e incluso difíciles de interpretar para los nativos, los cantos se prolongaron hasta muy entrada la madrugada. Empezó a llover en el resguardo, lluvia buen presagio de la tierra. Se elevaba la hoja una y otra vez, inmarcesiblemente.
Tanto atrapaba la esencia de la melodía que los más cercanos respondían, cada uno con sus palabras espontáneas, para brindarle fuerzas en su trance. Es ahí cuando imagino la estancia solitaria, el eco de una lengua, la soledad de sus espíritus reverberando a su vez, inmanencia. El letargo de las presencias.
En silenciosa absorción, sorbos de chica de piña añejada bajo tierra; también se bebe en abundancia una infusión medicinal de menta y anís. Cuando esta última tocó la punta de mi lengua se entremezcló con todo lo que hasta ahora había nombrado en palabras y se hizo presencia interior que hasta hoy me acompaña.
Escrito por: Carolina Vásquez Rendón
Fotografías por: Efraín Yagarí