Autora: Ana Isabel Herrera Ochoa
Se llego el día de dejar el miedo a un costado por el temor de los bichos, pasar una noche fuera de las comodidades habituales, la sensación agonizante de frío y la expectativa de algo totalmente desconocido. Así es como embarcamos un grupo de aproximadamente veinte personas las cuales la gran mayoría era su primera vez acampando, de hecho, me incluyo ahí. Al llegar al punto específico donde pasaríamos nuestra increíble noche, se comenzó con la adecuación del espacio y la armada de cada una de las carpas, las que serían “nuestro refugio” por aquella noche.
La armada de las carpas representó uno de los momentos cruciales en el viaje, allí surgió el trabajo en equipo al depositar la confianza en el otro; Se incrementó la capacidad de adaptación con una actitud retadora y también se dio paso a lapsos de paciencia para poder sobrellevar el momento. Posterior a que algunos armaron sus carpas, otros comenzaron a brindar apoyo a sus compañeros y por supuesto, algunos otros solo estaban observando qué estaban haciendo sus compañeras y expresaban frases como “solo estoy mirando y haciendo como que entiendo para armar la mía”. Claro está, que al final se logró armar una de las carpas que más dificultad dio, debido a su complejidad porque podían “refugiarse” unas siete personas.
La tarde-noche trascurrió dándonos su majestuoso atardecer mientras terminábamos de acomodar nuestras pertenecías. En la noche, el grupo fue tomando forma sentados en un círculo en el piso observando el cielo repleto de estrellas y una que otra estrella fugaz (creí haber visto una, tal vez cumpla mi deseo). Cada uno comenzó a expresar de donde es, que hace habitualmente, sus hobbies y demás; esto permitió conocer un gran número de formas de ser, habilidades, profesiones y posibles contactos que pueden ser de gran ayuda en un futuro o tal vez como lo expresó una chica “algunos están secuestrables”.
La noche continúo en compañía de todos con un vaso de chocolate caliente o un agua de panela, con la mirada hacia arriba donde las protagonistas siempre fueron las estrellas. Las conversaciones nocturnas se dieron con la armonía de la naturaleza y la poca iluminación que había se prestó para temas bastante profundos con un matiz de reflexión en su gran mayoría.
A la mañana siguiente, algunos optaron por despertar temprano a observar el amanecer entre sus cambios de colores, las fluctuaciones de la temperatura y un silencio reconfortante; un poco más tarde, nuevamente nos convoca el alimento (desayuno) desplegando gustos y particularidades de cada uno, ahí nos dimos cuenta, cuan ama “el pan” nuestra guía Mariana Giraldo.
A eso de la media mañana nos esperaban los Kayaks (balsa para remar) y también un chapuzón en una parte de la isla en la cual estábamos, donde por cierto mi corazón se aceleró a niveles bastante altos porque me estaba ahogando (no seguí las recomendaciones de “ingresa con chaleco”). La gran mayoría montamos en el Kayak, disfrutamos el sol y la brisa. Tomamos una gran cantidad de fotos desde varios ángulos queriendo capturar los momentos que se volverían una experiencia más.
En la tarde del domingo volvimos a la zona urbana, cada grupo decide dónde almorzar y cómo pasar el tiempo libre hasta tomar el bus para regresar a nuestros hogares. Sí, así terminan los primíparos batallando con el miedo; no fue tan tétrico, nos cruzamos con personas increíbles, apoyos sinceros, experiencias que cambiaron la forma de percibir nuestro entorno y conversaciones profundas que dejaron la primera experiencia de acampar, muy en alto.
Escrito por: Ana Isabel Herrera Ochoa