Del ferrocarril a la vida: aprendizajes del camino

Autora: Nony Nanclares

Nuestro recorrido no empieza en el corregimiento de Palomos, empieza el día en que tomamos la decisión de salir de nuestra zona de confort. Cuando escribo a lápiz alzando la mano para ver más allá de lo que la monotonía me trae, y que luego de días de espera se presenta ante mí: una caminante, como una puerta al desafío del descubrimiento de uno mismo.

Tomamos un bus en la terminal, todos llegan con el trajín propio de la ciudad y el ruido inmenso del bullicio de concreto haciendo eco en nuestra alma, a medida que nos adentramos en la carretera y recorremos los kilómetros de pavimento, van quedando atrás las premuras de la vida diaria, y se va abriendo un espacio más rural, más tranquilo, más lejano.

Justo cuando llegamos al inicio de la travesía a pie, y damos ese primer paso fuera de nuestro transporte, es que se empieza a sentir la brisa fresca del entusiasmo, por ver caminos nuevos a los ojos, con el tinte de la vejez que escribe la historia en sus venas vegetales.

El recorrido comienza con pasos de un camino que, aunque sacudido por el tiempo hace contraste con las casas que a su paso se irguen y que da atisbos de vida con música, niños y animales sin dueño. También nos van encontrando todos los dueños de la madre tierra, dando la bienvenida a un grupo de almas en busca de algo más; insectos, vegetación y animales silvestres también recorren con nosotros tras la sombra de la vegetación, en el camino que ante nosotros se alza.

En la ruta se alcanza a ver que alguna vez un tren paso por allí, rieles que se asoman entre la tierra que caminamos. Y luego de un rato, al fin lo vemos, el primer puente de la antigua vía del Ferrocarril que alcanzábamos a percibir, un fantasma maravilloso y olvidado; el Ferrocarril de Antioquia, que, a través de la vista, evoca en nuestros oídos el sonido imaginario de un motor de locomotora, como un vestigio de lo que fue y lo que representó. Es necesario cruzarlo, pasando una pequeña hilera de tablas viejas y curtidas por el clima. Pareciera sencillo, sin embargo, con risas nerviosas, comentarios sobre la altura o incluso con el sentimiento valeroso de superar el miedo ante lo que se avecina, cada uno de los que pertenecemos al grupo, se lleva a si mismo al otro lado del abismo, cada uno a su ritmo, cada uno enfrentándose a sí mismo, ante los agujeros, o ante el vacío que se ve entre las rendijas desgastadas de la vía del tren. Poco a poco, pasan de uno en uno, cada uno con una sensación diferente y es cuando se llega al otro lado que se piensa “lo logré”. Para unos pudo ser más sencillo que para otros, pero lo que cuenta, es que ninguno se rindió ante el vértigo.

Más adelante, nos encontramos con el Maná, el agua. Luego de recorrer unos metros más, nos encontramos otro majestuoso puente, sin embargo, este solo lo contemplamos a un lado de nuestro recorrido, ya que lo que nos espera es una cascada en medio de la vegetación, una bocanada de aire fresca para nuestra espalda cansada por el sol.  En este punto ya estamos totalmente inmersos en la vida, esa vida que se nos es arrebatada por nosotros mismos, cuando dejamos de ser y nos enfocamos en las demás cosas. Luego de una conexión profunda con el ruido sereno, pero fuerte de la corriente de agua, salimos del fondo donde estamos, más libres, menos pesados, más inmersos en el presente de cada paso que damos.

Y así llegamos a la mitad del camino, sin saber que la travesía solo comenzaba. Luego de una parada a recargar energías, continuamos por un hermoso camino que nos llevaba al final de la ruta. Pero como en la vida, nunca se sabe qué va a llegar, se comenzó a presentar ante nosotros un entorno, más oscuro, denso y hostil; el lodo tiñó toda la tierra, y como es normal, no estábamos preparados para ello, no faltaron las quejas, no faltaron los líos, no faltó el mugre, tropezamos y caímos, nos deslizamos y mojamos, más de un zapato murió en el intento, pero para sorpresa de la misma vida también reímos, no fue sencillo, pero descubrimos en el otro, un pie amigo, una enseñanza, la principal de nuestro recorrido, llegamos como individuos y terminamos como grupo, era un recorrido para conectar con el interior, pero eso nos llevó a conectar con las personas con las que caminamos, descubrimos que no se necesita hundir a alguien en el lodo para llegar a la meta. El último trayecto se hizo eterno, pero la ayuda de unos a otros fue fundamental para que todos cumpliéramos el desafío. La vida te da obsequios y ese fue uno de ellos, ver el servicio y la disposición de la gente para ayudar a otros, es un milagro que no logra ser percibido muy a menudo.

Luego de ese lodazal, por fin vimos el final de la ruta. Es curioso como luego del caos, de la fatiga y los miles de pensamientos que pasan por nuestra mente en cada paso recorrido, en donde uno se encuentra con uno mismo y hasta se cuestiona; se contempla la efímera sensación de la victoria sobre el cuerpo y el alma en los trazos que dejan los pies en el camino.

Y entonces llega el pequeño espacio de claridad, un segundo en el que se comprende que todos los días van pasando por inercia, que no paramos a sentir la efímera sensación de respirar, y que por un día en el que simplemente salimos de esa inercia, y nos encontramos con toda una aventura de emociones, por fin lo vemos, un suvenir de la vida para que encuentres un espacio que se sale de los estándares y vuelvas a conectarte, porque a eso venimos, a vivir, sin complicaciones, sin apegos,pues al final de cuentas son esos apegos los que nos generan sufrimiento, y ¿para qué sufrir? No tiene sentido alguno. La vida está llena de magia y es en las pequeñas cosas que podemos observar el milagro de vivir. Es en ese segundo que te preguntas al final del recorrido, cuando regresas a la ciudad y a lo conocido, ¿soy la misma persona que era cuándo inicie? Solo el caminante sabrá responder.

Escrito por: Nony Nanclares

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